por Malambo en Bloxito.No leer | 2007-09-14 | 0 Comentarios
Catorce de febrero de 1969, hacía frío. Poco antes de las nueve y media de la mañana corría yo por la costanera del Río de la Plata. El agua gris, que acarreaba el tiempo de Heráclito y gruesos trozos de hielo, me trajo el recuerdo absolutamente cierto de que Borges vendría pronto. Busqué un banco y me senté casi en la tercera parte en el foco áureo a esperarlo.
El anciano llegó y con dificultad se acomodó en el borde norte de mi banco, extendió un poncho marrón sobre su falda y se dispuso a mirar el río Charles, en Cambridge. De no haber sido por su ceguera amarilla seguramente me habría visto y entonces habríamos charlado largamente de filosofía, matemáticas y laberintos. Pero la verdad es que ni siquiera sospechó mi presencia.
Poco después, en Ginebra apareció otro Borges mucho más joven (pero también más desconocido y privado) que apuntó al lugar que aun estaba libre. De inmediato supe que silbaría
La tapera, de Elías Regules. Con apuro crucé el índice sobre mis labios para ordenar silencio y con un gesto sutil de la cabeza señalé el extremo lejano del banco, en el que el viejo parecía estar soñándonos. El joven Borges no imaginó nunca su propio deseo de silbar.
No sé cuánto tiempo permanecimos callados los tres, en anónimo silencio, mirando el paso del agua o del tiempo, es lo mismo. El viejo Borges y el otro no se conocieron aquella mañana ni en Cambridge, al norte de Boston, ni en las márgenes del Ródano, en Ginebra. Nunca hablaron de Dostoievski ni de Conrad, tampoco de los sueños. Pero fundamentalmente, desde entonces a la obra de ambos le falta
un cuento.
Bloxito.No leer | Los otros (2007-09-14 17:56) | 0 Comentarios
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