Si hubiera sabido qué le esperaba a su lado, aquel día hubiese tomado por otra calle. Pero las cosas se habían dado así. Lo conoció un día de verano. Una magnífica jornada veraniega, soleada y aireada, y Lisboa resplandecía. La avenida se contorneaba como esquivando edificios y decenas de automóviles evaporaban reflejos arremolinados desde sus motores en espera ridícula del paso de peatones solitarios y distanciados.
Uno de ellos había sido él, el último antes que cortara el semáforo. Flaco, de barba, no muy alto pero tampoco bajo, se tropezócon la mesita del bar. Esa fue la primera vez que lo vio. Seguramente lo hubiera olvidado, pero las circunstancias hicieron que volvieran a encontrarse, ahora cara a cara o, mejor dicho, cara a cabeza, porque Diego como se llamaba el fulano puteaba en argentino ante un rimero desparramado bajo las mesitas y sillas de otro bar, dos o tres cuadras más allá y unos diez minutos después.
En el intento de salir cada uno de su propia isla, o al menos de estirarle un poco los contornos, nació un afecto que se mantendría latente y se convertiría en amistad después de que Diego regresara a la Argentina, cinco años más tarde.
Mientras acomodaba papeles con membrete y sellos oficiales, Diego había escuchado de Mario las palabras que desde entonces fueron los rieles de su existencia. El profesor se había acariciado suave y pausadamente el mentón desde los pómulos con las falanges de los dedos pulgar, índice y mayor de la mano derecha, y con la mirada desenfocada alzó la voz.
"Disfruta de la vida y ayudá a vivir" le había dicho aquella vez.
Los años fueron pasando y no siempre fue fácil respetar al maestro. Muchas veces no pudo gozar de los momentos simples ni tener esperanzas de futuros grandiosos, y otras tampoco pudo ser solidario. Pero aquella frase permaneció prendida de su mente. Por un tiempo, hasta que la cartulina ajada se volvió ilegible, también gozó el privilegio de tenerla en el bolsillo trasero izquierdo del jean, escrita de puño y letra por Mario, aunque bajo protesta de este.
Cuando Diego llegó a Ezeiza sabía que Mario no iba a estar esperándolo, porque lo hubiera
quemado de entrada. Los dos sabían que las ideas que habían comenzado en Portugal y continuado en Suiza necesitarían de carne nueva y que Mario no pasaría mucho tiempo desapercibido para la policía y los servicios.
Aquel día de agosto la plaza y las calles que la surtían estaban repletas. Había pobres y nuevos pobres. Había trabajadores, estudiantes y jubilados. Había partidarios de muchos partidos e independientes. Había defraudados y estafados. De todo había y todos miraban a los ojos con los ojos atentos, incluso los que sólo miraban. Se sentían alegres, poderosos, peligrosos. Poderosos y peligrosos también había, pero eran los otros. Estos se sentían uno y cada uno con la fuerza de todos.
Diego sintió que tenía la fuerza de los quinientos cincuenta y cuatro a su cargo. La caravana que se encolumnaba detrás de él le había confiado el liderazgo. Quizá porque él era el único entre todos que una vez había viajado al exterior, tal vez porque tenía contactos con el periodismo, o porque había sido él quien se animóa pararse sobre la mesa y frente a ciento sesenta personas había dicho que este problema era su responsabilidad (porque había viajado al exterior y tenía contactos en el periodismo).
Enfrente, tras las vallas, el azul se hacía negro y más atrás, después de la policía y antes de la Casa de Gobierno había un grupo de periodistas y otras personas, entre ellas estaba Mario. Todavía no se habían visto. Los policías caminaban detrás de la cerca con las manos a la espalda y las piernas duras y un poco abiertas, como muñecos de madera.
Esperaron. Como los pies dolían, algunos se sentaron en los cordones, otros en las fuentes y unos privilegiados en los escasos bancos que quedaban a la sombra. Corría la cerveza y el vino en cajas cuatro veces recubiertas, pero también el agua de las fuentes. Los que estaban más cerca de la dirigencia arengaban al resto a participar, pero también tocaban enérgicamente los bombos con palos, mangueras o cadenas recubiertas con mangueras.
Hubo quienes intentaron golpear tapas de ollas, pero desistieron ante la burla unánime de los más fuertes y de los que querían simpatizar con los más fuertes. Algunas mujeres caminaban entre los grupos convidando sanguchitos de milanesa y otras comidas rápidas. Si se veía más de cerca podía notarse que en ese acto de camaradería sólo comían los que estaban sentados en los bancos a la sombra y quienes tocaban los bombos. Chicas apenas salidas de la adolescencia fumaban y bailaban en grupos de tres o cuatro al son de tambores y panderetas. Reían.
Diego terminó el sánguche, empinó el vaso de gaseosa y miró a su alrededor buscando un cesto de residuos. Tiró el vaso detrás de un tapialcito, se levantó y comenzóa caminar entre medio de su gente, como revisando la tropa. Se miró de frente con todos y ensayó muestras de afecto sólo con los que siguieron en lo que estaban, esos que no cambiaron un destino por otro que se cruzase con el suyo. No se sintió honesto del todo. La protesta era justa pero un poco insulsa, y en cierta forma él estaba utilizando a esa gente para un fin egoísta que no había confesado a nadie. Solamente él y Mario lo sabían.
Cuando estaba llegando al extremo de la caravana más alejado de las vallas el corazón comenzó a latirle con mayor fuerza. Los tiempos se agotaban. Pidióun bombo e inmediatamente tuvo cinco de los que escoger. Eligió el de Marcos, que estaba pintado de celeste y blanco y en la franja central todavía se podía leer
línea Lisboa. Además era el más liviano. Miró las cachiporras y optó por la más pesada. Era un instrumento con la forma exacta de un bate de béisbol pero más pequeño, adecuado para dominarlo con una sola mano. Desde el extremo más grueso apretadamente se envolvían dos vueltas prolijas de cadena número seis hasta el nacimiento de la empuñadura. Sobre la cadena, ajustándola al bate, artesanalmente se había adherido un tubo plástico termocontraíble. En la base de la empuñadura se le había practicado un orificio, y por él se había pasado una soga fina en forma de lazo, que servía para descansar la muñeca y los músculos después de unos cuantos golpes.
-¡Vamos! ¡Vamos! -gritó Diego dirigiéndose a los encargados de sección.
Tal vez por temor a que su jefe le rompiera el bombo, Marcos fue el único que se dio cuenta de que algo más pasaba. Diego ni una sola vez batió el parche. Caminó con pasos fluidos. Volvió a ordenar ¡Vamos!. Escuchó que detrás de él la consigna se propagaba como un reguero de pólvora. El caminar ligero cedió su turno al trote. El corazón bombeaba raudales de sangre a los músculos. Repitió a los gritos ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos!
Todos se apuraron a seguirlo. Las vallas seguían cerradas. ¿Dónde se había metido Mario? Intentó usar el bombo, pero pensó que podía partirlo. Al aire no le alcanzaba la nariz para llegar a los pulmones. Penetraba prepotente por la boca y se abría paso como una daga desde la garganta hasta el pecho. La frente estaba mojada; la espalda, el pecho y los brazos también. Puso todas sus fuerzas en el salto del tapial y lo logró. Vio que el vaso de gaseosa seguía allí. Cuando cayó de vuelta al piso notó que sus piernas comenzaban a flaquear. Ya podía distinguir el detalle del tejido de las vallas y Mario no había aparecido. Prosiguió. Los policías se pusieron firmes, cargaron sus armas y apuntaron. No tuvieron tiempo a disparar, la turba les pasó por encima.
Diego apoyó el bombo de Marcos con la mayor suavidad que las circunstancias le permitieron. Empuñó firme el garrote de plástico, hierro y madera. Las venas del brazo se escaparon de los músculos y el sudor que se había acumulado entre la palma y la agarradera se evaporó por la comisura de los dedos. Mario lo esperaba en la puerta de Casa de Gobierno. Tenía un maletín gris y dentro los papeles con membretes y sellos oficiales. Había logrado despejarle el camino hasta allí y desde allí.
Juntos corrieron por los amplios pasillos y escaleras alfombradas hacia el despacho presidencial. La gran puerta blanca de bruñidos bronces se tragó a los dos manifestantes. El jefe de gabinete salió corriendo y el ministro comenzó a llorisquear pidiendo que no lo mataran. Mario sonrió. El presidente se levantó, se estiró el saco, se sacudió unas pelusas de los hombros y se paró frente a Diego mirándolo a los ojos. No hubo palabras. Diego levantó el arma y deshizo todo su peso en la sien del presidente. El cuerpo cayó de rodillas sobre la alfombra roja y luego se desplomó boca abajo arrugando el costosísimo traje. En su frente ya se vislumbraba una figura oval, intersección entre el cráneo astillado y el garrote.
La documentación, con membretes de bancos suizos, de cancillería y otras oficinas nacionales, terminaban todas con un ostentoso sello oval. Constituían evidencia acerca de la mayor estafa de la historia y todos los expedientes sindicaban al presidente como principal y directo responsable; sin embargo, no sirvieron como pruebas en el juicio sumarísimo y después se perdieron.
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