Inicio > Documentos > seguir-leyendo

Endemoniada soledad


Abrí los ojos pero no hubo diferencias. Creí conveniente despertar, pero dentro de otro sueño. La razón era clara: temía a la obligación de recordar por qué estaba en ese lugar terrible. Sin moverme toqué el piso húmedo y para no despabilarme, por si acaso aún dormía, lentamente retraje las manos. Cuando llegué a la intersección entre el piso y la pared me detuve. Un chorro fino de agua mal oliente y arena escurría por el borde hacia la parte más baja de la habitación. Sin prisa inspeccioné las paredes. La textura no era diferente a la del piso: lisa, como espejada, pero con hendiduras periódicas. El dolor de los glúteos entumecidos por el frío sólo era disimulado por el calambre de los pies descalzos.

Recordaba de la habitación unas pequeñas aberturas rectangulares altísimas cuya existencia podría haberme alegrado, pero la idea de una conexión con el exterior despertó sentimientos encontrados. Por un lado estaba la luz que me separaba de las tinieblas del entorno; pero por otro, la imagen de aquellas ventanas mínimas me llenaba de desesperación. Comencé haciendo fuerza sobre los talones para levantarme. Sentí la piel dolerme en cada repliegue y los huesos perforarme la carne. La presión de la pared sobre la espalda se hizo insoportable. La falta de aire en los pulmones transmutó un grito inmenso en lamento ligero.


Las laceraciones de mi cuerpo eran recientes. Los carceleros, mis agresores, debieron torturarme el cuerpo y la mente de manera continua. Los esperé, por primera vez estuve en guardia ante su llegada. Completamente de pie, aunque todavía apoyándome en la pared caminé paso a paso alrededor de aquella celda que iba descubriendo circular, como un larguísimo tubo hundido hasta el centro de la Tierra, y yo en el fondo.

Reminiscencias difusas de conquistas magníficas proyectaron imágenes nítidas sobre el telón harapiento de mi memoria. Nunca supe si esas imágenes se referían a hechos o a deseos. Pronto comencé a recordar por qué estaba allí.

-¿Ya está listo, 396? -tronó una voz desde las alturas.

-Sí -llegué a murmurar.

-¡Mas fuerte! -increpó la voz, acompañada por un baldazo de agua helada y otro de agua aún más fría. Patiné y caí sobre un charco tibio.

-Sí -repetí haciendo un esfuerzo que ningún mortal realizaría jamás, pero con los mismos resultados.

Cuatro manos fuertes surgieron de la oscuridad y me levantaron en andas. Fui transportado por pasillos igual de fríos y oscuros hasta otra puerta, sobre la que me arrojaron con brutalidad. El interior del cuarto era lujoso y caliente. Había derroche de objetos extraños, aunque previsibles para ese lugar. En el perchero de pie había capas largas y sombreros altos. Hachas sobre las paredes y delante del escudo de armas. Un conjunto de unos lápices gigantescos o estacas se disponían sobre el dintel del hogar. La luz no debió ser muy fuerte, de otra manera no hubiera podido soportarla.

-¿Por qué está Ud. aquí, mi amigo? -interrogó el secretario no sin sarcasmo en su tono de voz.

-Yo venía...

El secretario me interrumpió con una carcajada.

-¡Todos vienen por lo mismo! ¡Dejémonos de rodeos! ¿Cuáles son sus condiciones?

-Yo quería dejar de estar solo -me apuré a terminar.

-Hay que llenar algunos formularios -exigió el secretario parándose detrás del escritorio. Su altura me sorprendió. Era casi tan alto como yo, pero ahora mucho más fuerte.

Casi al pasar, sin interés, preguntó mi nombre. Cuando le respondí se detuvo en seco, como si el alma se le hubiera escapado del cuerpo, pero casi instantáneamente prosiguió con lo que había empezado.

-Nombre extraño el suyo. Extraño y muy respetado en estos suburbios. ¿De dónde dijo Ud. que venía, señor? -preguntó mientras acomodaba un rimero de papeles con modales absolutamente nuevos.

Revisó ficheros, después unas revistas y luego unos libros antiquísimos con tapas de madera y acero cerrados con candado cuya llave extrajo de una caja fuerte ubicada detrás del cuadro de un caballero de la edad media. El secretario quedó petrificado.

-Ud. no puede vender su alma al diablo, señor -me dijo bajando la mirada con reverencia.

La crueldad del infierno no tenía límites. Me habían tenido por más de dos años a oscuras en una cárcel fría casi sin comida ni agua. Comí moscas y bebí las aguas servidas que mojaban mis ropas. Me golpearon hasta desarmarme los huesos. Quitaron mis memorias e implantaron en su lugar otras atroces en las que yo hambreaba, golpeaba, torturaba y descuartizaba igual que ellos, pero con más ferocidad. Me manipularon y empujaron hasta el punto de no poder seguir existiendo con los recuerdos de esas monstruosidades en mi haber. Todo por la promesa de un trato justo: Mi alma por compañía. Y ahora el secretario intentaba burlarse nuevamente. Enfrentaría al mismísimo diablo si era necesario.

-¡Cómo que no puedo! ¡Permanecí dos años en cautiverio por un maldito contrato y no me iré sin él! -grité enfurecido sin medir las consecuencias-. Las estacas, el perchero y el cuadro cayeron al suelo. ¡Llámeme a Lucifer! -ordené envalentonado, viendo que el secretario estaba mudo y con la cabeza gacha.

-Señor, mi señor... -comenzó a sollozar el secretario, seguro de su destino- Usted no puede venderle su alma al diablo porque Usted es el diablo.
Volver

portada | subir
La barra superior pertenece a Tobias Bergius (Listamatic)
(CC) 2005-2007 - Malambo